No nos afecta lo mismo un comentario de un compañero si ese día has conseguido cerrar el acuerdo que tanto tiempo llevabas persiguiendo, que si te encontrabas de bajón por algún problema familiar o laboral. El comentario, la intencionalidad, la persona es la misma… pero nosotros no somos los mismos.
Por tanto, ¿cuál es la realidad? ¿Es una realidad única y objetiva, o hay “tantas realidades como personas y momentos”? Hay contextos en los que esa realidad es objetiva: mi teléfono funciona o no funciona, cuando ponemos una proporción de 250 gramos de harina por cada litro de leche en la receta de la amona aquello sale riquísimo, estoy o no estoy embarazada… Pero normalmente las objetividades se dan en
terrenos más técnicos. Cuando incluimos a las personas en la ecuación…. ¡ay, no existen las ciencias exactas!
Lo que a una persona le gusta a otra no, lo que a uno le motiva al otro para nada, lo que funciona para conseguir compromiso por parte de un grupo de personas con otro se queda
corto,…¡Pero precisamente en esa subjetividad diferencial es donde radica la magia y la grandeza de las personas! Pues siendo todas diferentes, son todas valiosas y aportan su toque de color a la paleta de colores que es la vida.
Pero se nos suele olvidar… y cuando en el día a día vamos a la carrera, ocupados en las miles de cosas que llevamos en la cabeza (la lista de temas pendientes, la reunión que no llego, el informe que todavía no he preparado, la llamada a Jesús que no se me olvide, que se me hace tarde y todavía no he preparado la oferta para mañana,… ¡ah! y que cuando salga de trabajar tengo que pasar por la farmacia…), y nos vamos “cruzando” con las personas de manera “cuasi-atropellada”, sin tomarnos el mínimo tiempo necesario para elaborar la forma (ni a veces el contenido) ni el momento en la que nos comunicamos con ellos, y con nuestras orejeras puestas e inmersos en nuestra realidad, les soltamos aquello que para nosotros es claro… clarísimo… ¡cristalino!… ¿cómo es que no nos han entendido?
O cuando alguien nos comunica algo que para esa persona es importante, y nos atrevemos a aportar nuestra visión del tema, y con nuestra vara de medir soltamos a bocajarro nuestros juicios de valor, lo que está bien y no, lo que es posible o no… ¡para nosotros!!!
Pequeños roces, más o menos importantes, que generan más o menos dolor y malestar… que se podrían evitar fácilmente si entrenáramos nuestros niveles de empatía. La empatía, que como la define Brené Brown (Doctora en Psicología e investigadora en la Universidad de Houston) es la habilidad que alimenta la conexión entre las personas.
Porque empatizar, en muchos momentos significa escuchar, simplemente escuchar, sin necesidad de “arreglar” nada, decir simplemente “Te entiendo, aunque no sé qué decir”. Significa conectar con la realidad que esa persona está viviendo, reconocer su vulnerabilidad (lo que está viviendo, sus emociones,…) porque reconozco y entiendo esa vulnerabilidad en mí mismo.
Para que esa conexión sea real y permita crear un puente real hacia la otra persona, requiere:
- Mantener perspectiva para reconocer esa verdad como la verdad de esa persona: no necesariamente tenemos que estar de acuerdo, ni compartirlo, pero la reconozco y entiendo.
- No emitir juicio: respetar su verdad, sin opinar ni pasarlo por el tamiz de mi sistema de valores y creencias.
- Reconocer las emociones en la otra persona: ¿cómo está viviendo esa situación? ¿qué emociones subyacen?
- Comunicárselo: te entiendo… y estoy aquí…
Porque cuando realmente se consigue construir ese puente que permite conectar a dos personas, se producen esos momentos ¿mágicos? en los que realmente somos dos personas que compartimos y mostramos al otro un pedacito de nosotros mismos y de nuestra realidad.
¿Puede ocurrir un milagro mayor
que ver a través de los ojos del otro por un instante?(Henry David Thoreau)